Según la leyenda, un emperador chino le preguntó a un sabio qué recompensa necesitaría a cambio de un importante servicio. El sabio nombró su precio: nada más que un poco de arroz, dos granos que se colocarían en el primer cuadrado de un tablero de ajedrez, cuatro en el segundo, ocho en el tercero, y así sucesivamente. Una demanda modesta, pensó el emperador, y aceptó felizmente; pero no había comprendido el principio de las progresiones geométricas. Toda la cosecha de arroz del imperio habría tenido que ir a un solo cuadrado, mucho antes de que se alcanzara el sexagésimo cuarto.