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Hubo un tiempo en que publicar cualquier cosa requería un trabajo real.
Tenías que luchar con la página en blanco, atravesar borradores y ganarte cada frase que pusieras en el mundo. El esfuerzo actuaba como un filtro natural.
Si no te importaba lo suficiente, no terminabas. Si tu mensaje no era lo suficientemente claro, nunca salía de la fase de edición. La restricción te protegía.
La IA eliminó esa barrera. Ahora cualquiera puede generar cien versiones de una idea antes del desayuno. El costo de la creación se desplomó y el volumen explotó, pero los fundamentos no cambiaron.
Lo único que siempre importó fue el discernimiento. La habilidad silenciosa de notar cuando algo aún se siente mal. La disciplina de eliminar el trabajo que no cumple con tus estándares. La capacidad de sentir si una línea lleva tu voz o la de otra persona.
La curaduría se convirtió en el verdadero trabajo. Cuando la creación es barata, el juicio se vuelve caro. Puedes decir quién lo tiene porque su contenido de IA aún se siente intencional. Lleva el mismo peso que su trabajo anterior, solo que se entrega más rápido. Usan la herramienta para refinar lo que ya saben, no para externalizar lo que no saben.
La velocidad te ayuda a llegar al primer borrador. El gusto decide si ese borrador merece una audiencia. Y el gusto no se puede automatizar. Proviene de prestar atención, de entender lo que resuena con las personas a las que sirves, y de negarte a publicar algo que se siente vacío, incluso si la herramienta insiste en que está terminado.
La IA facilitó la creación de contenido. No hizo nada para que tu contenido valga la pena compartir. Esa parte sigue siendo tu responsabilidad.
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